Por Rubén Dario Valencia
Esta semana circuló en redes sociales el decreto presidencial 0548 del 22 de mayo último, que designa al ex alcalde de Cali Jorge Iván Ospina Gómez con un nombre rimbombante en un país que legalmente no existe: Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante el Estado de Palestina.
Por supuesto las redes estallaron, como sucede con todo lo que rodea no sólo a Ospina sino al Presidente Petro. Y entre aplausos y burlas, la gente hizo todas clase de conjeturas en torno a lo que hará y no hará el nuevo embajador, ni dónde estará su despacho, pues Palestina, como se designa ideológicamente a la Franja de Gaza, está bajo asedio militar israelí y no es un Estado. Como no lo es aún Cisjordania, este sí “Estado observador” inscrito en la ONU, y que en teoría es la ‘nación madre’ de todos los palestinos.
Incluso, parte de la lucha palestina es que sean reconocidos política y legalmente como un país con un territorio establecido, con un Gobierno autónomo y no una autoridad limitada bajo supervisión, y un ejército nacional y no un grupo terrorista como Hamás.
Yo me pregunto más por el enviado: siendo Jorge Iván un sibarita, un melómano de guateque y son; un bacán diletante, un contradictor insumiso en un país sin divertimentos, de rezos continuos; y en una cultura que contradice sus posturas como el derecho de las mujeres, la libertad religiosa y el laicismo, los derechos de la comunidad LGTBIQ+, la libertad de expresión, entre otras, ¿qué hará? ¿Cuáles serán sus posturas? Espero que no se aburra o, en el peor de los casos, termine denunciando al “Estado palestino”.
Ahora bien. La decisión, cargada de simbolismo político, plantea preguntas de fondo: ¿qué busca realmente Colombia al enviar un embajador a un territorio sin soberanía plena?, ¿puede una embajada funcionar sin interlocución efectiva ni reconocimiento logístico?, ¿es esto diplomacia o un acto de provocación revestido de causas nobles?
Es cierto que, en 2018, durante el gobierno de Juan Manuel Santos, Colombia reconoció formalmente al Estado de Palestina, una decisión que se dio de forma silenciosa, sin debate nacional, al final de su mandato. Sin embargo, reconocer a Palestina no equivale a desconocer a Israel ni implica abrir una embajada como si se tratara de un Estado plenamente constituido. Palestina, aunque es reconocida por más de 130 países y cuenta con estatus de Estado observador en la ONU, no controla sus fronteras, no tiene una autoridad unificada —con Cisjordania bajo la Autoridad Nacional Palestina y Gaza bajo el control de Hamás—, ni reúne los criterios básicos del derecho internacional para ser considerado un Estado soberano en pleno ejercicio.
El nombramiento de Jorge Iván Ospina como embajador ante Palestina no parece responder a una lógica de diplomacia efectiva, sino a una estrategia de reafirmación ideológica. Ospina, reconocido por su militancia de izquierda y sus declaraciones radicales, no tiene trayectoria diplomática internacional. Su designación parece obedecer más a una afinidad ideológica con el Presidente que a una búsqueda seria de establecer relaciones diplomáticas útiles y sostenibles con la Autoridad Palestina. Peor aún, podría ser leído por la comunidad internacional como una legitimación indirecta de actores como Hamás.
Una pregunta que muchos se hacen, incluso con humor, en redes sociales resume bien la confusión: “¿Y dónde va a estar la oficina de Jorge Iván, si Palestina está en guerra?”. La ironía es válida, porque refleja un problema de fondo: no existe claridad alguna sobre la sede, la operatividad o la viabilidad de esta representación diplomática. ¿Será una oficina en Ramala, con acceso restringido por el control israelí? ¿Será lejos del territorio gazatí en Egipto, Jordania, Qatar? ¿Una representación simbólica sin presencia física? ¿Un gesto sin sustancia? ¿Un exilio dorado?
La única opción medianamente viable sería Ramala, en Cisjordania, donde operan misiones diplomáticas (no embajadas) de otros países que reconocen a Palestina. Aun así, Ramala se encuentra bajo control parcial de Israel, que domina el espacio aéreo, las fronteras, las comunicaciones y buena parte de la infraestructura. Ninguna misión diplomática puede operar allí sin cierto grado de cooperación o al menos permisividad por parte de Israel.
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Colombia, como Estado soberano, puede y debe tener una postura clara frente a los derechos humanos y al sufrimiento de los pueblos. Pero debe hacerlo con inteligencia, equilibrio y respeto por el marco jurídico internacional. Reconocer el derecho del pueblo palestino a existir no implica desconocer el derecho de Israel a defenderse ni justificar a grupos radicales que perpetúan la violencia. Abrir una embajada en Palestina —sin condiciones reales para operar, sin Estado receptor definido y sin interlocución diplomática con Israel— es una jugada riesgosa, poco efectiva y cargada de simbolismo ideológico más que de contenido real.
En vez de promover una diplomacia de trincheras, Colombia debería apostar por una política exterior que sirva a sus intereses estratégicos, defienda los derechos humanos de manera coherente, y contribuya —con sensatez— a la paz internacional. Lo demás es espectáculo.