Por Rubén Darío Valencia
Uno de los rasgos de megalomanía más comunes de Gustavo Petro, pero quizá el menos estudiado, es su necesidad permanente de recordarle a todos que él es el Presidente, y que, por tanto, y absolutamente, le debemos pleitesía cortesana y obediencia ciega. Y por ello su absoluto divorcio con el país que no le agacha la cabeza en esa iglesia idolátrica.
Incluso, en una retórica grandilocuente, y altamente divisiva, se autodenomina “el pueblo”, dueño de su voz y de su destino. En este desquicio de la realidad política y de sus alcances como primera autoridad ejecutiva del país, se siente por encima de la ley y el ordenamiento jurídico. Como el rey Luis XIV de Francia que dijo: “El Estado soy yo”, Petro acuña la suya: “La ley y las instituciones soy yo”.
Hay una larga lista de frases que apoyan esta visión. Veamos algunas:
- “Este Gobierno soy yo”. Frase que concentra una visión centralista del poder, y que ha sido usada para contrarrestar diferencias dentro de su gabinete o frente al Congreso.
- “No permitiré que un fiscal se interponga entre el presidente de la República y su pueblo”. Dicha en medio de choques con la Fiscalía, especialmente durante la crisis institucional de 2023.
- “Yo represento el cambio. Si me atacan a mí, atacan el cambio que eligió el pueblo”. Asociando su figura personal con un proceso político mesiánico.
- “¿Quién es más importante: el Presidente legítimamente elegido o un funcionario no electo?”. Dirigido a órganos de control o figuras judiciales que cuestionaban su proceder.
- “¿A quién le rinde cuentas un presidente elegido por el pueblo? Al pueblo, no a las cortes”. Insinúa que el control institucional es ilegítimo frente a su mandato popular. Nadie puede vigilarlo.
- “Yo no soy un hombre, soy una historia de lucha”. Auto mitificación de su figura que la asocia a figuras como Simón Bolívar o, más increíble, al personaje imaginario Aureliano Buendía.
- “Nadie podrá borrar la verdad que yo represento”. Se presenta como encarnación de una verdad superior, inalterable y eterna.
- “La historia sabrá quién estuvo del lado correcto: el presidente del pueblo”. Proyección hacia un juicio moral e histórico que sabe será inevitable.
- “No nací para obedecer, nací para cambiar la historia”. Desafío a las estructuras convencionales de poder. Un iluminado, un elegido del destino.
- “Los que me critican quieren volver al pasado; yo soy el futuro”. Exclusividad del cambio en su figura. Un salvador, un libertador.
Estas frases evidencian un patrón retórico de concentración simbólica del poder en su figura y una narrativa donde cualquier oposición es leída como traición al “pueblo” o al “cambio”.
También las hay de órdenes imperiales e imperiosas que determinan una expresión despótica de su liderazgo, como cuando pidió que “toda la Policía” debía salir a saludarlo y a rendirle honores en su polémica visita del ‘tarimazo’ a Medellín. O cuando ordena acciones gubernamentales que desafían la ley. Como en el caso de los pasaportes.
En este episodio, cuyas consecuencias aún están por verse, hemos oído y leído a los funcionarios implicados explicar, frente a las medidas arbitrarias y exabruptos legales, que “al Presidente hay que hacerle caso”, que “al Presidente no se le puede contrariar”, que “el que no esté de acuerdo con él, que se vaya”. Obtuso todo.
Hay que obedecer al Presidente, sí, pero primero a la ley y a la Constitución.
Porque una cosa es ordenar un cambio, un reemplazo de ley o de política sostenida sólo como una orden personal del Mandatario sin sometimiento a las reglas del país, y otra emitir órdenes sometidas a procesos jurídicos, legales, administrativos y de consenso que garanticen la conveniencia e interés de los colombianos.
Eso es lo que nos diferencia de una dictadura. Ni los reyes pueden atreverse a tanto. Pero parece que en el Gobierno nadie se le puede oponer a Petro a ejecutar sus ideas o caprichos poniendo al país como arma, garante o bandera.
“¡Las órdenes del Presidente se cumplen!”, dicen todos los funcionarios de Petro, muchos de ellos sometidos al chantaje laboral, como si fueran súbditos y no funcionarios republicanos que tienen responsabilidad penal, fiscal y administrativa.
Los subalternos sí tienen que velar porque las órdenes del Presidente, que no son omnímodas, respeten los principios inalterables de beneficio común y legalidad probada. Lo demás es dictadura dura y pura.