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Garabatos: Los Chancos, una herida que aún no cierra

Por Rubén Darío Valencia

Leyendo el delicioso libro de Gustavo Álvarez Gardeazabal ‘El papagayo tocaba violín’ (sobre el cual estoy de acuerdo con mi amigo Miguel Ángel Arango que es el mejor del autor tulueño, siendo todos de culto), redescubrí la historia de una vieja y brutal contienda de los hervores de la patria, sucedida en el Valle del Cauca primigenio, cuyos cañonazos aún resuenan en el aire y los muertos aún sangran, casi 150 años después: La Batalla de los Chancos (también llamada Guerra de las Escuelas).

En esa suerte de ‘cien años de amor, locura y cotos’ que resulta ‘El papagayo…’, donde se narra la intrincada genealogía que nace del brutal coito de una enana libidinosa y un hombre manso del tamaño de un oso, y cuya simiente se regó como verdolaga por los caminos arrieros de Antioquia y Valle, Gardeazabal (como mejor se le nombra y se le conoce), nos transporta a ese país en ciernes y nos muestra las costuras con que fue hecha esta Colombia decimonónica que aún vive atrapada en la batalla de Los Chancos.

Me pareció increíble, al indagar sobre este hecho militar, que haya sido tratado como un hecho histórico de poca monta (y así parece serlo para los historiadores que poco han hecho por recordarla a las nuevas generaciones); y dado su increíble parentesco con la realidad colombiana en este siglo XXI, quiero ofrecerles una brevísima remembranza de esta batalla para recordarla como se merece y para sacar nuestras propias conclusiones de porque es una herida que aún no cierra:

El 31 de agosto de 1876, en las tierras verdes y cálidas de Los Chancos, cerca de San Pedro, Valle del Cauca, el aire se llenó de pólvora y gritos. No eran ejércitos extranjeros disputando la tierra, sino hermanos de una misma patria —liberales y conservadores— enfrentados con furia, como si la victoria de uno implicara la desaparición del otro. La Guerra Civil de 1876–1877, nacida de diferencias políticas, religiosas y regionales, tuvo en esta batalla uno de sus episodios más sangrientos y decisivos.

Aquel día, bajo el mando del general liberal Julián Trujillo Garlacha (1828-1883), unos seis mil hombres resistieron los embates de siete mil combatientes conservadores bajo la égida del político y militar Sergio Arboleda (1822-1888), llegado desde Cartago. Los primeros ataques pusieron en jaque las líneas liberales, pero la disciplina y el contraataque decidieron la contienda. En cuestión de horas, la campiña de Los Chancos quedó marcada por cuerpos, banderas rotas y el silencio pesado de una victoria que, como todas en una guerra fratricida, dejó más dolor que gloria.

Las causas eran profundas: un país que, apenas medio siglo después de su independencia seguía atrapado en la disputa entre proyectos irreconciliables de nación; un Estado que no lograba ser casa común y justa para todos; y una historia heredada desde la Colonia, donde la división —política, social, económica y religiosa— había echado raíces firmes.

Hoy, casi 150 años después, el monumento que recuerda la batalla permanece olvidado, como si la memoria de aquella tragedia estorbara al relato oficial. Sin embargo, la división que lo originó sigue viva. La polarización en Colombia no es un fenómeno nuevo: es un hilo que conecta la disputa entre realistas y patriotas en la independencia, liberales y conservadores en el siglo XIX, y las confrontaciones políticas y armadas del siglo XX y XXI.

La lección que deja Los Chancos no es solo militar, sino moral: cuando un país convierte a sus compatriotas en enemigos irreconciliables, el verdadero perdedor es la nación entera. Aquella batalla nos recuerda que la sangre derramada por la intolerancia nunca construye paz duradera, y que las banderas que se levantan sobre la tumba del adversario siempre ondean sobre un suelo empapado de pérdidas comunes.

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Quizá recordar Los Chancos no sea reabrir heridas, sino mirarlas con honestidad, para entender que la paz no se edifica ganando guerras internas, sino desarmando las causas que las provocan. Mientras no aprendamos esta lección, seguiremos repitiendo la historia —cambiando las armas por micrófonos, las trincheras por redes sociales, pero manteniendo intacta la lógica de la confrontación que tanto daño nos ha hecho desde la Colonia. Gracias Gardeazabal por recordárnoslo.

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