Por Rubén Darío Valencia
Muchos de los que celebraron con ruidosa alegría la necesaria emancipación de toros y gallos de la muerte cultural, también celebraron con abrazos y llanto la muerte por decreto de los niños en el vientre de las madres.
En Colombia asistimos hoy a una de las más dolorosas y contradictorias decisiones de la historia reciente. Con la fuerza del activismo animalista y el respaldo de la Corte Constitucional, se han proscrito las corridas de toros, las corralejas y las peleas de gallos, bajo el argumento de que es necesario proteger a los seres sintientes de la brutalidad que generan estas prácticas culturales.
Los toros bravos y los gallos de pelea son hoy defendidos por el Estado como víctimas de la barbarie humana. Se alega que sus vidas deben prevalecer sobre el derecho al disfrute cultural de quienes, por siglos, los criaron, cuidaron y engrandecieron como símbolos de fuerza, bravura y estética. Así, la fiesta taurina y la gallística —con toda la economía, la tradición y los empleos que giraban a su alrededor— son condenadas a desaparecer. Y con ellas, también, estas dos portentosas especies animales, que solo sobreviven gracias al vínculo con estas prácticas. Sin aficionados, no habrá quien los críe ni quien preserve sus fenotipos. Ironía cruel: animalistas que promueven, sin saberlo, la desaparición de los animales que dicen amar.
Y, sin embargo, lo justo no sería abolir estas tradiciones, sino transformarlas. La sensibilidad contemporánea exige que estos espectáculos evolucionen hacia formas más tolerables y edificantes, capaces de dialogar con las nuevas preocupaciones éticas y ambientales. No se trata de negar la historia, sino de reformarla. Debemos reconocer, además, la enorme labor conservacionista que durante siglos han ejercido quienes sostuvieron estas prácticas: gracias a ellos, los toros bravos y los gallos de pelea, que no sirven para la producción industrial de carne, leche o huevos, llegaron hasta nuestros días. Son animales que solo han sobrevivido como especie muriendo una y otra vez en un ruedo o en un humilde ring.
Pero lo más doloroso no está en la pérdida de espectáculos, de empleos o de tradiciones. Lo más grave es la profunda contradicción moral que queda al descubierto. Mientras se prohíbe la muerte de un toro o de un gallo en nombre de la compasión, se permite sin reparo la muerte de un ser humano (nasciturus) en el vientre de su madre hasta los seis meses de gestación. A los animales se les reconoce capacidad de sentir, pero a los no nacidos se les niega humanidad bajo la cómoda tesis ‘científica’ de que “todavía no sienten”.
Aquí aparece una reflexión aún más inquietante. Vivimos un ‘humanismo animal’ que trastoca radicalmente los valores del ser. A los animales se les concede humanidad, se les llama “sujetos de derechos”, se les otorgan nombres humanos, se les viste como personas, incluso pueden heredar. Y, en paralelo, se les concede animalidad a los propios humanos. El niño en gestación es reducido a “células” o “tejido”, como si fuera una cosa intercambiable. Esta peligrosa asimetría invierte la escala natural y filosófica de la vida, confunde las categorías y termina erosionando la dignidad, y la divinidad, humana.
Esta es la paradoja sangrante de nuestro tiempo: la vida del animal se convierte en sagrada, mientras la vida del niño por nacer es sacrificable. Un derecho cultural cede ante la defensa de un toro, pero el derecho a la vida de un ser humano se vuelve negociable en función de la autonomía individual. ¿Qué clase de civilización puede sostener semejante disyuntiva?
Lo que se esconde detrás no es solo un cambio cultural, sino un cambio de paradigma. El humanismo descreído que domina nuestro tiempo ha decidido erigir al hombre en su propio dios. Define qué vida es digna y qué vida es descartable; qué especie se preserva y cuál se elimina. Es la vieja rebeldía contra el Creador (fuente primaria de la vida y la moral), vestida de progresismo.
Hoy se proclama que prohibir las corridas es un triunfo ético, cuando en realidad se trata de un síntoma de la ceguera moral de una humanidad caída que ya no sabe distinguir entre lo accesorio y lo esencial. Se defienden con pasión los derechos de un toro, pero se le niega el derecho a existir a un hijo. Se derrumban culturas enteras en nombre de la sensibilidad animal, mientras se aprueba sin temblor la cultura de la muerte.
No es, entonces, una simple discusión sobre espectáculos o tradiciones. Es una cuestión de conciencia. Colombia se asoma al abismo de un tribunal plebiscitario dueño de la vida y de la muerte. Y cuando una sociedad comienza a jugar a ser Dios, el resultado es siempre el mismo: oscuridad, vacío y destrucción.