Por Rubén Darío Valencia
En campaña, los políticos en general, y de la izquierda en particular, suelen encender el incienso del populismo religioso. Con tono casi sacerdotal (adoradores de Baal, ciertamente) proclaman que los pobres económicos son “el pueblo de Dios” por derecho propio, mientras señalan a los ricos como enemigos jurados del cielo. En ese teatro apocalíptico, el candidato se anuncia como el redentor, los pobres como santos automáticos y los ricos como pecadores irredimibles. Es un discurso cómodo: divide a la sociedad, genera culpables y, claro, asegura votos.
En Colombia incluso se ha llegado a presentar a Jesús como si fuera el salvador exclusivo de los estratos 1, 2 y 3, como si nuestra fe pudiera medirse por tarifas de servicios públicos. Ese equívoco narrativo es quizá la caricatura más grotesca del evangelio: convertir al Hijo eterno de Dios en un gerente administrativo de necesidades sociales y en un caudillo político de barrio. Un líder de Junta Comunal. Reducirlo a eso es no entender nada de su obra.
Pero esa homilía política no es evangelio, es manipulación. La Biblia nunca enseñó que la pobreza garantice salvación ni que la riqueza sea condena segura. El criterio no es la billetera, la casa o el carro, sino la fe. La salvación no depende de la clase social, sino de la gracia (un regalo) de Dios recibida en Cristo.
Que Jesús advirtiera sobre el peligro de confiar en las riquezas no significa que condenara la prosperidad en sí misma. Dijo que es difícil para un rico entrar al reino, pero también que con Dios nada es imposible. En otras palabras, la pobreza no es un boleto al cielo ni la riqueza un muro infranqueable.
Un ejemplo de ello lo ilustra Jesús cuando habla de un hombre que, teniendo asegurada su cosecha y provisiones, creyó que ya podía descansar confiado en sus bienes, sin pensar en Dios ni en la eternidad; esa misma noche perdió su vida. Lo mismo ocurre con muchos de nuestros llamados pobres, que si bien no poseen grandes riquezas, al tener techo, alimento y algún ahorro se sienten satisfechos y hasta miran con desprecio al vecino más necesitado. En el fondo no confían en Cristo, sino en la aparente seguridad de lo poco que tienen, revelando un corazón tan orgulloso y autosuficiente como el del más acaudalado.
Lo que sí enseña la Biblia es que la solidaridad con el necesitado es fruto de la fe, no su condición. La fe verdadera se demuestra en obras de amor, pero esas obras nacen de un corazón transformado, no de un cálculo electoral.
El populismo religioso, en cambio, convierte la situación económica en dogma: pobre igual a justo, rico igual a condenado. Una caricatura. Basta leer la Biblia para desmontar esa falacia. Hubo pobres incrédulos y rebeldes, como Israel murmurando en el desierto, y hubo ricos piadosos y generosos como José de Arimatea, que sepultó al Señor; Lidia, la mujer comerciante que abrió su casa a la iglesia; o Filemón, colaborador de Pablo. ¿El criterio? Nunca fue el bolsillo, sino el corazón transformado por Dios.
Por eso la pobreza, aunque pueda acercar a la dependencia de Dios, no salva. Y la riqueza, aunque pueda volverse un ídolo, no condena por sí misma. Lo único decisivo es la gracia recibida por la fe en Cristo como Señor y salvador.
El problema es que los políticos lo saben. Y justamente por eso se atreven a prostituir el lenguaje de la fe. Convierten el evangelio en un eslogan de campaña, predican una salvación barata que se mide en votos y no en corazones redimidos, y disfrazan la ambición de poder con palabras de piedad. Usan a Dios, no lo adoran.
La verdad es incómoda para quienes viven de dividir: ni el pobre es santo por serlo, ni el rico enemigo de Dios por tener. Y cuando la política se viste de religión para manipular conciencias, no estamos frente a líderes, sino frente a mercaderes de la fe. Ese populismo es la gran herejía de nuestro tiempo: cambiar la esperanza eterna en Cristo por un puñado de votos terrenales.
Y aquí la advertencia: pueblo colombiano, no se deje engañar. Cristo no es candidato de estratos bajos ni gerente de subsidios. Él es el Señor de todos, el Salvador eterno. Si la política lo reduce a un administrador de favores sociales, está mintiendo. No venda su fe ni su esperanza por promesas de campaña; recuerde que el evangelio no depende del Estado ni de las urnas, sino del Dios vivo que reina por encima de todos los poderes.