Por Rubén Darío Valencia
Más allá de si nos parece que Gustavo Petro es un tipo inteligente (como su grey jura a pie juntillas), si sabe mucho —dados sus discursos eclécticos y descosidos de la verdad histórica—, o si pretende ser un líder mundial galáctico, universal y ecuménico, lo cierto es que su defensa reiterada y cada vez más agresiva del narcotráfico y de los asesinos asociados a él, incluso desde los más altos escenarios internacionales como la ONU, plantea una cuestión que trasciende la política, lo social y lo ideológico, y nos pone frente a un dilema de profundo contenido moral, con un efecto devastador en el alma de la nación.
Sus presupuestos éticos y morales, difundidos como verdades oficiales, logran, increíblemente, dividir sobre lo indivisible: que lo malo será malo siempre, así como lo bueno conserva siempre su bondad. Estos son presupuestos inquebrantables de toda sociedad que aspire a permanecer. Cuando se confunden o relativizan, se corrompe el derecho, se degrada la justicia y se deja desprotegido al justo.
Por eso es válido preguntarnos: ¿qué tipo de moral axiológica, social, política e ideológica defiende y pregona Petro? ¿A qué país, a qué personas, a qué negocios, a qué tipo de sociedad defiende con sus diatribas odiosas y urticantes, tan ásperas como cardos en la carne? ¿Qué intereses asume como propios en nombre inconsulto de todos los colombianos?
Decir que la cocaína es una víctima inocente del sistema, y que sus promotores son unos pobres desdichados arrojados por la riqueza del mundo a los brazos del infierno, mientras que el carbón, el gas y el petróleo —recursos que cambiaron para bien al mundo salvándolo de la pobreza opresiva, el hambre, la enfermedad y el ostracismo humano— serían peores que el fentanilo, no es solo un disparate colosal, éste sí galáctico, sino algo risible, oprobioso y lleno de locura. Eso es, por lo menos, una verdad a medias.
No sorprende, entonces, que buena parte del mundo, incluida aquella que coincide con Petro en la idea básica de que la lucha contra las drogas está perdida, termine burlándose de él como persona y compadeciéndose de nosotros como país. Porque cuando un líder eleva su voz para defender la sinrazón, sus palabras no traen paz sino contienda; y cuando se abusa de la lengua para distorsionar la verdad, esas palabras no edifican, sino que hieren y dividen. La palabra pública puede ser fuente de vida y justicia, pero también puede convertirse en vehículo de muerte y destrucción.
Petro debería comprender que imponer una visión personal, probadamente equivocada sobre el bien y el mal, no solo erosiona el orden de valores que sostiene a la nación, sino que también abre una brecha peligrosa en las trincheras de la ley y la justicia, dejándonos inermes y en clara desventaja frente a quienes siempre han querido destruirlas.
Su innecesaria y dolorosa bandera decimonónica de “libertad o muerte” se ha convertido hoy en la consigna de quienes no buscan el bien de la patria, sino reinar sobre sus escombros. Esa misma bandera, usada en su momento por Simón Bolívar, tenía un sentido más alto y noble: la liberación de un continente entero de una colonización opresiva. Hoy, en manos de Petro, la consigna adquiere un cariz ominoso, corsario y profundamente criminal.
La misma distorsión se evidencia en sus nombramientos incomprensibles e innecesarios: paras, guerrilleros, narcos y delincuentes responsables de crímenes atroces han sido designados “gestores de paz” sin haber cumplido sus penas, sin reparar a las víctimas, sin aportar verdad y sin garantizar la no repetición. Es la burla de la justicia.
La experiencia humana enseña que la riqueza y los placeres, cuando no están acompañados de sabiduría, terminan en perdición; y que el poder, en manos de personas sin carácter ni preparación, degenera inevitablemente en abuso y corrupción. Solo la sabiduría verdadera —aquella que reconoce límites, valores y responsabilidades— capacita al hombre tanto para disfrutar de los bienes como para ejercer la autoridad de manera justa.
En este contexto, Petro aparece no solo como un político polémico, sino como un escarnecedor indómito: alguien que se burla, mofa o ridiculiza a otros de forma cruel y humillante, mostrando soberbia, odio y ausencia de remordimiento. Quien desprecia la corrección y la sabiduría, termina rodeado de quienes comparten su misma necedad, y en esa comunidad del desprecio se consolida un poder que degrada más de lo que construye.
Es profundamente triste ver a Petro elogiando a un criminal de la talla de Stalin, como si la historia no hubiera dejado suficientes lecciones sobre el precio sangriento del totalitarismo.
Un país que confunde el bien con el mal, que llama víctima a lo que es delito y héroe a lo que es crimen, termina firmando su propia sentencia de decadencia. Colombia no puede permitir que su brújula moral sea torcida por caprichos ideológicos ni por delirios de grandeza. La disyuntiva es clara: o preservamos los fundamentos de la justicia y la verdad, o terminaremos sepultados bajo los escombros de nuestra propia necedad.