...

Garabatos: Que gobiernen los malos para que se acabe la maldad

Por Rubén Darío Valencia

La semana pasada pude leer dos interesantes columnas de opinión de dos ilustres colombianos, escritor uno y cineasta el otro, en la que coincidían en una solución ‘razonable’ al problema endémico de la violencia en el país y que a mí, francamente, me parece provocativa pero aterradora: como la ley, el orden y la justicia no pudieron gobernarnos, entonces que lo hagan los que las derrotaron. Grosso modo. Como quitarle la i a ilícito, verbigracia.

La citada reflexión de Gustavo Duncan, comentada por Gustavo Álvarez Gardeazábal, parte de una observación inquietante: en Medellín, y por extensión en el Valle de Aburrá, se logró una “paz parcial” con las bandas criminales mediante una suerte de pacto tácito que permitió que el delito se normalizara sin recurrir a la violencia abierta. Y coinciden en que esta es una solución ‘creativa’ y viable, y quizá necesaria, que podría irse aplicando en todo el país para salir del atolladero de sangre en el que nos encontramos.

Ese diagnóstico —aceptar la “coadministración” de funciones estatales por parte de actores armados ilegales— podría sonar pragmático en un país fatigado por décadas de violencia. Sin embargo, nos obliga a revisar el sentido mismo del Estado, la ley y la civilización.
Desde los albores de las civilizaciones, el fundamento del orden político ha sido la sujeción de la fuerza al derecho.

El Código de Hammurabi, la filosofía política griega, el derecho romano, todos coincidieron en un axioma: la paz social no se conquista por pactos con los violentos, sino por el imperio de la ley y la justicia. El contrato social que inspira las repúblicas modernas —de Rousseau a los constituyentes de 1991— descansa en la premisa de que la libertad y la seguridad no son concesiones de poderes paralelos, sino fruto del ejercicio legítimo del poder estatal bajo normas comunes.

¿Podemos, entonces, resignarnos a convivir con bandas y ‘combos’ (como los llaman en Medellín), que administren justicia, cobren extorsiones y regulen la vida cotidiana de barrios y veredas? ¿No sería este un regreso al feudalismo, donde el señor local imponía su ley (incluía la Ley de Pernada) sobre un territorio? ¿O peor aún, un reconocimiento explícito de la derrota del Estado, que deja en manos de particulares la función soberana de proteger la vida y la dignidad de los ciudadanos?
Gardeazábal nos invita a pensarlo como solución, “así se caiga encima el escaparate de la moralidad que dizque nos sostiene”.

La historia enseña que cada vez que las sociedades han pactado con la ilegalidad, el costo ha sido altísimo. Roma cayó en crisis cuando sus ejércitos se convirtieron en botín de caudillos privados; la Colombia de la “pax mafiosa” de los ochenta demostró que la aparente calma era el preludio de mayores violencias. Los pactos tácitos con grupos armados nunca han consolidado Estados legítimos, sino que han perpetuado la dependencia y el miedo.

Sociológicamente, aceptar esa “coadministración” es admitir que el Estado carece de capacidad moral y coercitiva para defender a sus ciudadanos. Es, en otras palabras, legitimar el “paraestado”. Pero ese camino erosiona la noción misma de ciudadanía: el individuo deja de ser sujeto de derechos garantizados por la república y se convierte en cliente o súbdito de una estructura criminal que lo protege a cambio de obediencia y pago.
No se trata de desconocer que el Estado colombiano ha fracasado en múltiples regiones.

Sí, hay vacíos de poder y comunidades que sobreviven bajo la autoridad de grupos armados. Pero de allí a elevarlo a modelo hay un salto peligroso. La solución no es renunciar a la ley sino fortalecerla; no es delegar la justicia en manos de ‘combos’ sino garantizarla con instituciones eficaces, transparentes y cercanas al ciudadano. No solo se puede, debe hacerse.

Por eso, las preguntas planteadas por la reflexión inicial siguen en pie y deben responderse con contundencia: ¿No se conquistó la paz con la justicia? ¿No se logró el orden con la ley? ¿Es mejor que venzan los inicuos a los justos?

La respuesta, histórica y ética, es que no podemos rendirnos. Las repúblicas existen para recordar que la civilización no se edifica sobre pactos de conveniencia con los violentos, sino sobre el ejercicio irrenunciable de la autoridad legítima. La paz verdadera no puede comprarse al precio de entregar la justicia. La libertad no puede sostenerse sobre el miedo. Y el orden no puede ser un disfraz de la extorsión.

Aceptar lo contrario sería retroceder siglos en el proceso civilizatorio y confesar, como sociedad, que hemos sido vencidos. Todavía tenemos la tarea —y la obligación moral— de que la ley vuelva a ser la única dueña del orden, y la única fuente de la paz.