Por Rubén Darío Valencia
Me piden que no hable más de Petro.
Me lo piden viejos y queridos amigos (incluso familiares) —de rojo y de azul— que un día abrazaron conmigo las ideas de la libertad individual, la fe en Dios, la propiedad, la oferta y la demanda, el orden, la justicia, la tradición. Hoy, ya sin los argumentos triunfales y llenos de soberbia ideológica de las urnas, me suplican silencio, “no hablemos en este chat ni de política ni de religión” demandan, ellos que antes provocaban la conversación ideológica y la división social, incluso familiar, con pasión de cruzada.
Muchos fueron, sin saberlo, perfectos oligarcas: comerciantes prósperos que al Estado liberal le vendieron sus ganancias conservadoras. Hombres que dormían con una oración en la boca y despertaban buscando a “la madre de Dios” en sus negocios. Monaguillos solícitos en la niñez, feligreses puntuales en la adultez, pero devotos del pecado de la libertad en los prostíbulos.
Hoy, sin embargo, se declaran petristas convencidos, feligreses conversos de la nueva religión de un santo que caga y mea, aunque nadie en esas huestes los conoce ni los santifica. Se duelen de las críticas al nuevo dios de sus altares, y ya piden que no se hable más de política… precisamente ellos, que no hablaban de otra cosa cuando su caudillo ganó en las urnas.
Estos conversos posan ahora de sociales y progresistas, lucen su nueva fe con orgullo. Pero ese ropaje —su historia lo delata— les queda grande, como la ropa prestada de un muerto. “Este chat no es para política”, escribió un amado primo en el grupo ‘Familia’, cuando comenzaron las críticas por la falta de atención a una tía que sufre una larga y penosa enfermedad. Eso sí, al otro día mandó un video de Petro blandiendo una bandera palestina.
¿Desde cuándo les nació la compasión por el proletariado? ¿Desde cuándo los desvelan los ríos contaminados o los ancianos desamparados? ¿Cuándo salieron del clóset socialista y se rasgaron las vestiduras de su vieja afiliación, para vomitar sobre la mano política que siempre les dio de comer?
Desde siempre —respondo—, desde antes de las consignas y de las pancartas. Siempre nos dolió el pobre sin convertirlo en estandarte, siempre nos inquietó el río sin necesidad de bautizarlo “ambiental”, siempre tuvimos compasión sin convertirla en discurso. Nuestra conciencia no fue un proyecto político ni una moda de época; fue un deber íntimo, una herencia moral. Ellos lo olvidaron cuando descubrieron que la causa da votos, y confundieron la compasión con la consigna, el dolor ajeno con la narrativa de poder. Nosotros —los que aún recordamos— nunca hicimos del sufrimiento ajeno una bandera, sino una obligación silenciosa.
No, no puedo dejar de escribir sobre este hombre pequeño en la historia de Colombia, uno que pretende grabarse en mármol mientras erosiona la piedra angular del país. Nos duele lo que hace y nos amenaza lo que anuncia. Y si eso molesta a mis antiguos camaradas de tertulia, será más probable que ellos dejen de leerme, antes que yo de escribir.
Ellos creen que no hace falta contar la historia, porque sienten que la están escribiendo. No se dan cuenta de que, como fruta de temporada, están cayendo del árbol —sin ser el árbol—. Y que quizá mañana vistan otro ropaje, uno que combine mejor con la moda del momento que con la decencia de cubrir la desnudez.
Ojalá, antes de eso, recobren la memoria. Ojalá recuerden quiénes fueron, y por qué lo fueron. Porque si no la recuperan, volverán a tropezar en la misma piedra y repetirán la historia que nos condene a otros cuatro años… que serán, para este país cansado, como cien.