Por Rubén Darío Valencia
Gustavo Petro está en su salsa, agitando las aguas ideológicas en el Mar Caribe, alentando batallas libertadoras ante ignominias imaginarias, perpetrando alocuciones kilométricas y ebrias, llenas de ideas deshilvanadas, farragosas y verborreicas como un líder distópico de un planeta de Tolkien. Está buscando una pelea que no se le ha perdido y, esta vez, parece que la encontró.
El presidente dice, con su acostumbrado tono setentero, que Colombia no es patio trasero de nadie, que actúa con soberanía y que no se arrodilla ante potencias. Suena bonito, anacrónico, hasta poético. Pero una cosa es ser independiente y otra muy distinta es buscar una pelea que no se le ha perdido.
Porque, digámoslo claramente, este pleito ya no es entre Washington y Caracas: ahora es directamente con Bogotá. Petro le ha dicho hasta misa a Donald Trump, y éste, con la vehemencia que lo caracteriza, ha señalado a Gustavo Petro de ser “líder ilegal de drogas” y ha anunciado el fin de la ayuda estadounidense a Colombia mientras el mandatario “no cierre los campos de muerte” que, según él, opera o tolera. El golpe no es simbólico, es diplomático. Y convierte a Petro, de hecho, en un enemigo declarado del gobierno norteamericano.
El sueño de Petro: graduado de adalid anti yanqui de Colombia para el mundo. Trump cayó en la trampa y le compró la pelea.
David Sánchez Juliao lo contó magistralmente en El Flechas. Dos mujeres se agarran a golpes en el barrio y una, viendo a otra asomada en la puerta, le grita: “¡Entre, Jesusita, que se moja!”. A lo que la otra responde buscando chispa, suelta: “¡Más hijueputa es usted!”, y ahí sí, Jesusita se mete en la pelea. Eso mismo está haciendo Petro. Nadie lo llamó, nadie lo agredió —al menos hasta que habló Trump—, pero ya está metido hasta el cuello, y ahora el chaparrón es real.
Petro empezó con buenas intenciones: abrir la frontera, reactivar el comercio, recuperar la relación diplomática con Venezuela. Pero de la pragmática vecindad pasamos al compañerismo político, y de ahí a un alineamiento que nos dejó en terreno movedizo. Y justo cuando parecía que el ruido regional bajaba, vino el mazazo.
Lo que antes era teatro ideológico hoy se volvió una crisis diplomática. Estados Unidos ya no disimula su molestia y Petro no parece dispuesto a ceder ni a matizar su discurso. La narrativa del “imperio opresor” y el “pueblo que resiste” le sirve demasiado a su guion interno, sobre todo cuando necesita un enemigo poderoso que unifique a su base y distraiga de los escándalos domésticos. Pero ese cálculo es tan peligroso como jugar con gasolina al lado de una fogata.
Porque ahora no se trata de un rifirrafe retórico, sino de consecuencias tangibles: suspensión de ayudas, ruptura de cooperación militar, y la amenaza de sanciones económicas. Y Colombia, que no gana nada con esta riña, corre el riesgo de pagar la factura.
El presidente parece creer que puede desafiar a Estados Unidos y salir ileso, abrazar a Maduro sin que se note el olor a humo y mantener intactos los acuerdos comerciales. Pero el fuego, aunque sea ajeno, también chamusca. Venezuela sabe vivir en el caos: lo necesita. Estados Unidos también sabe cómo presionar. Colombia, en cambio, no gana ni petróleo, ni votos, ni respeto.
Hoy el asunto ya no es de metáforas: aquel “entre, don Gustavo, que se moja” dejó de ser un llamado jocoso. Es un diagnóstico preciso. El presidente decidió mojarse, y lo hizo justo cuando empezó el diluvio.
 
  
 