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Petro se la juega con su política de seguridad

Colombia arrastra una historia violenta reciente de más de medio siglo protagonizada por guerrillas, grupos paramilitares, narcotráfico y bandas criminales, y ahondada por la desigualdad, la exclusión y el centralismo del Estado. Los colombianos se acostumbraron a convivir con la violencia, con las masacres y los atentados diarios. Hasta que Álvaro Uribe, el político más polarizante del país, llegó a la presidencia en 2002 izando la bandera de la seguridad. Hoy aún le persigue la sombra del asesinato de miles de inocentes por las fuerzas armadas durante sus dos mandatos, pero hasta sus detractores le reconocen que con él bajaron los homicidios. Los colombianos pudieron circular por las carreteras sin miedo a que los secuestraran, los bogotanos volvieron a sus fincas de fin de semana. Uribe y su mano dura convirtieron la seguridad en un tema capitalizado por la derecha.

Hoy un exguerrillero de izquierdas es presidente del país. Gustavo Petro llegó al poder prometiendo cambiar Colombia después de décadas de gobiernos conservadores. Una reforma agraria para un reparto más justo de la tierra, una reforma pensional más universal, una reforma laboral, educativa, de salud… Si la derecha había puesto todo el acento en la seguridad, Petro lo dejó a un lado.

El país tampoco es el mismo hoy que hace 20 años. Entonces la seguridad era el segundo problema para los colombianos, el primero durante los mandatos de Juan Manuel Santos (2010-2018), según las encuestas de Invamer. La desmovilización de las FARC, en 2016, y otros procesos previos disminuyeron la violencia y la percepción de inseguridad. Problemas como la corrupción, la economía o el desempleo se colocaron por delante. Lo que nunca desapareció fue una profunda brecha social. Las guerrillas que nacieron a mitad del siglo XX tenían inspiración marxista, por lo que para un sector conservador toda la izquierda política está relacionada con la violencia.

A los pocos días de llegar al poder, en un acto de la policía, Petro dejó clara su visión: “Si nuestro pueblo no tiene hambre, habrá menos crimen. Si nuestros jóvenes pueden entrar a una universidad allá en el Catatumbo o en Tumaco, habrá menos crimen”. El presidente propone el concepto de seguridad humana que, en sus propias palabras, se basa “no en contabilizar el número de muertos, sino en el aumento de la vida”. Una estrategia que antepone a la “seguridad democrática” que acuñó Uribe y que se basa, ante todo, en el respeto a los derechos humanos. Para un sector de la derecha, esto es una quimera.

Uno de los mayores retos del presidente, explica la periodista Yolanda Ruiz, es “lograr mostrar autoridad sin excesos policiales”. Las posibilidades de demostrarlo se han sucedido en las dos últimas semanas y seguramente volverán a hacerlo. El descenso de la inseguridad en las últimas décadas no ha hecho desaparecer la violencia. Algunos territorios del país siguen siendo un polvorín por la presencia de grupos criminales, guerrillas infiltradas por el narcotráfico y disidencias de las FARC que no se acogieron al proceso de paz. En estas zonas, donde la presencia del Estado es muy difusa, el poder de estos grupos infiltra todas las capas de la sociedad.

Hace dos semanas, la violencia estalló en San Vicente del Caguán. Una protesta de campesinos contra los daños ambientales de una petrolera china fue creciendo hasta que un policía y un campesino murieron en los enfrentamientos. Otros 79 policías y nueve empleados de la empresa fueron retenidos por los manifestantes. Solo entonces el Gobierno envió a las autoridades, que lograron su liberación al día siguiente. Muchos consideraron el “secuestro” de los agentes una humillación para la fuerza pública.

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