En el umbral de la medianoche, mientras las doce campanadas aguardan en el reloj, un silencio expectante recorre las calles de los barrios colombianos. Allí, sentado sobre un andén o colgado de un poste, un hombre de trapo y aserrín espera su final. No es un simple muñeco; es el “Año Viejo”, una figura que encapsula trescientos sesenta y cinco días de alegrías, crisis y dramas nacionales, lista para convertirse en el editorial más efímero y potente de la cultura popular.
Genealogía de una catarsis: del rito pagano a la sátira criolla
La tradición de quemar el año tiene raíces que se hunden en el sincretismo europeo y las festividades del solsticio de invierno, donde el fuego siempre fue el agente purificador por excelencia. Sin embargo, en Colombia, esta práctica se transformó en un ejercicio de memoria política. Desde las guerras civiles del siglo XIX hasta la actualidad, el monigote ha dejado de ser un símbolo abstracto para convertirse en un personaje con nombre y apellido.
Historiadores y folcloristas coinciden en que el “Año Viejo” es una forma de justicia popular simbólica. En una nación donde la impunidad suele marcar la agenda, la quema permite que el pueblo someta a juicio a quienes los defraudaron. Políticos, figuras del deporte o personajes de la farándula que marcaron la agenda noticiosa del año son convertidos en cenizas, permitiendo que la comunidad recupere el control sobre su propia narrativa histórica.
La alquimia del barrio: entre el aserrín y el testamento
El proceso de creación es, en sí mismo, un acto de resistencia cultural. No se trata de comprar un objeto, sino de confeccionarlo con los restos de la vida cotidiana: la camisa que se rompió en el trabajo, el pantalón que ya no cierra, el papel periódico que anunció las tragedias que hoy se quieren olvidar.
- La estructura: el uso de aserrín y viruta de madera no es accidental; representa la tierra y la laboriosidad.
- El testamento: este componente literario, a menudo escrito en rima rústica y cargado de un humor cáustico, es el legado del muñeco. En él, el “Año Viejo” hereda sus faltas y aciertos, funcionando como una crónica de los sucesos más relevantes del país.
- La purificación: a diferencia de un acto vandálico, la quema es un rito de paso. Se destruye el objeto para liberar el tiempo y permitir que el nuevo ciclo nazca sin las cargas del anterior.
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El desafío de la modernidad
Hoy, el ritual enfrenta un dilema estructural. Las regulaciones de seguridad y los decretos municipales sobre el uso de materiales inflamables han buscado despojar al muñeco de la pólvora. Esta transición ha sido compleja: mientras la administración departamental reporta cifras críticas de 48 lesionados en el Valle (con el doloroso dato de 17 menores afectados), la tradición lucha por mantener su esencia sin poner en riesgo la integridad física.
La tendencia actual en ciudades como Cali es el retorno al “muñeco ecológico” o de exhibición. La quema se ha vuelto más controlada, priorizando el valor artístico de las figuras a gran escala que se ven en barrios de tradición artesanal, donde el monigote es una pieza de museo callejero antes de su sacrificio final.
Un editorial que no muere
Al final, cuando la llama consume el último jirón de tela y el aserrín se vuelve brasa, lo que queda no es solo el rastro del humo en el cielo nocturno. La quema del “Año Viejo” se erige como un testimonio de la resiliencia colombiana: un fuego que devora el agravio, la escasez y la desesperanza para dejar el campo despejado a lo que está por venir. Es el cierre de un libro cuyas páginas fueron escritas con la tinta de la realidad nacional, pero cuyo epílogo se redacta colectivamente en la calle, bajo el calor de una hoguera que transmuta el peso del pasado en la liviandad de un nuevo comienzo. Arder para renacer; esa es la última y más profunda lección que el monigote de trapo nos hereda antes de desaparecer en la alborada del nuevo año.
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