Por Rubén Darío Valencia
A finales del 2020, en plena campaña presidencial, tuve la oportunidad de entrevistar al entonces candidato a la Presidencia de Colombia Gustavo Petro Urrego, y recuerdo que, entre muchos temas, le pregunté por dos asuntos de profundidad política e ideológica aparentemente anodinos: ¿Para usted quién es el pueblo?, y, ¿para usted quién es rico en Colombia? No me contestó de manera clara y directa. Incluso (está grabado en el Facebook Live que hicimos de ese encuentro), Gustavo Bolívar, su fiel escudero, intentó dar su versión con su propio ejemplo: que rico no es, ni siquiera, quien anduviera en BMW o tuviera casa en Miami.
En plena pandemia, en el 2021, en un consejo de redacción del periódico Q’hubo, lleno de jóvenes periodistas, discutimos sobre qué cosa es el pueblo. La mayoría coincidió que son todos aquellos que viven en Aguablanca, “de Puerto Resistencia pa’ dentro”, graficaron en su mapa imaginario. Lo increíble es que casi todos no vivían allí, y les hice ver que, entonces, tampoco ellos eran del pueblo.
Este martes 17 de junio, en el Noticiero Relámpago de Todelar, le hice la misma pregunta a la precandidata presidencial y exalcaldesa de Bogotá Claudia López. Tampoco contestó, y con su proverbial habilidad discursiva se fue por las ramas, justificando su apoyo a Petro (autodenominado la voz del pueblo) porque creyó en un cambio en la fiesta nacional: que también bailaran en ella los afros, los indígenas y los discriminados. Refuerzo de una visión endémica de “pueblo”.
¿Y por qué es importante tener claros estos conceptos y saber qué idea tienen de ellos los políticos en general y los candidatos en particular? Porque con estas dos concepciones se toman todas las decisiones gubernamentales, económicas, sociales y de orden público en el país. Y porque ha servido para desatar una guerra ideológica que ya no tiene cuartel y para sembrar la semilla del odio social que envenena el alma nacional y nos dividió entre buenos y malos, incluso en el corazón mismo de nuestras propias familias: la lucha de clases.
En buena parte del mundo la gente no odia a los empresarios y ricos económicamente (hay quienes son tan pobres que lo único que tienen es plata), sino que quieren parecerse a ellos, llegar a esa posición, y por eso trabajan, estudian, emprenden, se endeudan, crean. Mientras tanto en Colombia hemos elevado a la categoría de actividad criminal el ser empresario y emprendedor. Y todo aquel que tiene alguna comodidad fruto de su trabajo, de su éxito o de la fortuna del destino, está bajo permanente y angustiante sospecha. Es objetivo militar de los codiciosos ociosos que esperan que, por arte de “justicia social”, lo de ellos se les dé, sin fórmula de juicio, solo porque son “víctimas” del trabajo y la bienaventuranza de otros.
Deberíamos aceptar, entonces, que el pueblo somos todos, porque constitucional y jurídicamente es el depositario y titular de la soberanía de donde emanan todos los poderes y todos los derechos. No es una condición escriturada y detentada sólo por un grupo poblacional (ni de los empresarios, ni de los políticos ni de las comunidades más desfavorecidas). Son ellos, incluidos, más todos nosotros.
Otra cosa es el “pueblo político”, ese que “arma” la nación en la demografía, en la elaboración perversa que saca a unos y mete a otros en un peligroso reduccionismo ideológico: solo son pueblo los pobres, “de Puerto Resistencia pa’ dentro”.
Y aquí entra el segundo concepto: ser rico. Concepto difuso, inasible, de difícil determinación. Porque siempre habrá gente más rica y más pobre que uno. La familia de la cuadra que ha hecho tres pisos y tiene una tienda próspera en la esquina es la rica del barrio. Rica es para el que apenas tiene para comprarlas, la dueña de un puesto de arepas.
En un país como Colombia, rico no es simplemente el que tiene plata, sino el que ha logrado cierto nivel de estabilidad económica, muchas veces con esfuerzo, trabajo duro, ahorro y educación. Puede ser un pequeño empresario, un profesional independiente, un agricultor próspero, alguien que generó empleo o incluso una familia que logró mejorar su situación con sacrificio.
El problema es la forma como lo vemos desde un espectro de la ideología: no todos los que tienen más son explotadores, ni todos los que tienen menos son víctimas. Pensar así es caer en la trampa del populismo, que enfrenta a unos contra otros con odio y resentimiento. En realidad, un país como el nuestro necesita que todos trabajemos juntos, que los que progresan más generen empleo y que los que están en dificultades encuentren oportunidades, no enemigos.
La verdadera riqueza es construir, no dividir. Y eso se hace con justicia, no con lucha de clases. Por eso es tan importante saber qué noción tienen, los que nos van a gobernar, sobre pueblo y riqueza. Porque es posible que en nombre del primero se haga injusticia con el segundo.
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