Por Rubén Darío Valencia
Colombia fue testigo esta semana de un espectáculo intelectual que rozó lo histórico. No se trató de un escándalo político ni de un episodio judicial de altos vuelos, sino de un duelo académico —raro en estos tiempos de gritos estériles y opiniones vociferadas— entre el ministro de Justicia, Eduardo Montealegre, y el profesor constitucionalista Mauricio Gaona. Un debate convocado por La W Radio, donde lo que estuvo en juego no fue una simple diferencia de opiniones, sino el alma misma del derecho.
Fue una “muenda” doctrinal en toda regla. Un repaso magistral que dejó al autodenominado “arquitecto legal” del Gobierno Petro desnudo en su juego de espejos. Montealegre, célebre por sus posturas mutables y su habilidad para decir todo y lo contrario según sople el viento, quedó reducido a un exhibicionista de recursos retóricos. Gaona, por su parte, emergió como un académico riguroso, dueño de una erudición que no se deja arrastrar por la moda ni por la ideología.
En una sociedad que celebra la banalidad, idolatra al influencer y desprecia la profundidad, este encuentro fue un momento de redención para los defensores del conocimiento serio. Colombia, tan esquiva a los claustros y tan entregada al sarcasmo ramplón, vio triunfar a la razón sobre el malabarismo conceptual.
Montealegre, vestido con los ropajes de la alta teoría, reveló una peligrosa inclinación: la de torcer el derecho para que se adapte a las causas morales del momento. Cree, como muchos otros iluminados de esta nueva era jurídica, que si la ley no sirve a su visión del bien, debe ser reinterpretada, deformada, domesticada. Como si el derecho fuera un instrumento moldeable al antojo del poder y no una garantía frente a él.
Gaona, en cambio, sostuvo la verticalidad de la norma. No para idolatrarla, sino para defender su sentido: ser un límite, no una herramienta. Su posición parte de una premisa clásica, pero olvidada por los juristas de ocasión: la ley no es una intención, sino un principio.
En su afán por justificar lo injustificable, Montealegre terminó encarnando el filibusterismo axiológico. Apeló a interpretaciones enrevesadas, citó a Kelsen para negar lo que Kelsen defendía, propuso un “control constitucional” que, en su lógica, termina empoderando al presidente Petro como intérprete supremo de la Carta. Y para rematar, intentó conciliar esta deriva autoritaria con la escuela alemana, invocando argumentos que rozan la patraña filosófica, como la supuesta contradicción entre la separación de poderes y el principio de no contradicción.
Pero el derecho no es alquimia ni prestidigitación. Es el andamiaje sobre el cual descansa el Estado social de derecho, y por eso no admite que lo usen como plastilina en manos de ingenieros ideológicos. Cuando Montealegre postula que su moral está por encima de la ley, y que por tanto esta debe subordinarse a sus fines, lo que hace es dinamitar el pacto civilizatorio. Y cuando los tribunales convalidan esa práctica —como ha venido ocurriendo—, no solo debilitan el Estado de derecho: abren la puerta a la anarquía y al oportunismo disfrazado de justicia.
El profesor Gaona lo entendió así. Por eso fue más que un duelo de intelectos: fue una lección magistral sobre el respeto a la ley. Con serenidad, con precisión y con un despliegue de derecho comparado que desbordó cualquier expectativa, Gaona recordó lo esencial: la ley se defiende en su letra y en su espíritu. Citó constituciones de América Latina, Asia y Europa. Mencionó, con puntualidad académica, normas de Perú, México, Alemania, Sudáfrica, Francia, Noruega, Bangladesh y otros países. No por afán de erudición, sino para demostrar que el constitucionalismo no es un invento colombiano ni un juguete presidencial, sino una conquista universal que no se puede relativizar con discursos emocionales.
No hubo empate, ni siquiera discusión. Fue una paliza intelectual, una derrota sin atenuantes para Montealegre y la narrativa jurídica del petrismo, esa que proclama que “no hay hechos, solo interpretaciones”, y que pretende fundar una nueva “iluminación jurídica” sobre los escombros del derecho positivo.
Gaona, con la sobriedad de quien sabe, puso las cosas en su sitio: no hay bloqueo institucional, hay límites legales. No se necesita una exégesis esotérica para entender que la ley es la ley. No se requieren teorías del cambio ni lecturas morales del texto constitucional para saber que incendiar un CAI, destruir bienes públicos o torcer sentencias judiciales es ilegal, punto.
El presidente Petro y sus arquitectos legales —Montealegre incluido— quieren vender el relato de una Constitución que los oprime, para justificar su travestismo interpretativo. Pero solo los ignorantes o los ideólogos les creen. Por eso este debate fue una victoria. No solo de Gaona, sino de la razón, del derecho y de la democracia. Fue la derrota del verbo fácil ante el argumento sólido; del camaleón doctrinal frente al jurista íntegro.
Y en tiempos donde se pretende abolir la verdad en nombre de la interpretación, eso no es poca cosa.
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