Gilberto Rodríguez Orejuela pasó a la historia como una de las figuras más enigmáticas del narcotráfico en Colombia. Su legado, marcado por la opulencia y el crimen, contrasta con el temor que lo acechó hasta el final: la pobreza. En su libro de memorias, publicado recientemente, revela cómo la escasez en su infancia lo impulsó a tomar decisiones que lo llevarían a la cúspide del cartel de Cali.
Un pasado de carencias
Desde muy joven, Rodríguez Orejuela conoció de cerca la necesidad. Creció en un hogar humilde donde, según relata, su madre preparaba sopas sin carne, solo con lo poco que había disponible. Ese recuerdo lo atormentó durante toda su vida y se convirtió en la razón principal para buscar la riqueza a cualquier costo.
Antes de convertirse en un poderoso capo, trabajó como mensajero en una droguería en Cali. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que con un salario mínimo no lograría cambiar su destino. Fue así como encontró en el narcotráfico una vía para alcanzar lo que más anhelaba: estabilidad económica y poder.
Rodríguez Orejuela se describe como un hombre de principios, alguien cuya palabra tenía valor y cuya lealtad era inquebrantable. Sin embargo, su vida estuvo marcada por contradicciones. Mientras orquestaba envíos de cocaína a Estados Unidos, también leía a Víctor Hugo y Hemingway. Mientras financiaba políticos, criticaba la corrupción.
Para él, el verdadero enemigo no eran los narcotraficantes, sino los “delincuentes de cuello blanco” que se beneficiaban de sus negocios sin asumir las consecuencias. En su testimonio, asegura que los políticos, jueces y militares que recibieron su dinero fueron más cínicos que los propios capos de la droga.
Entre la política y la traición
El poder del cartel de Cali no se limitó al tráfico de drogas. Lograron infiltrarse en sectores clave como el fútbol, la economía y la política. Durante los años 90, su nombre estuvo ligado al proceso 8.000, el escándalo que sacudió al gobierno de Ernesto Samper por la financiación del narcotráfico en su campaña presidencial.
Aunque Rodríguez Orejuela evita profundizar en detalles, deja entrever que el dinero del cartel fluyó hacia distintos actores políticos sin distinción de partido. Con el tiempo, la red de favores que había construido se desmoronó y, tras su captura, el respaldo político que había comprado desapareció.
A diferencia de Pablo Escobar, quien optó por la violencia, Rodríguez Orejuela confiaba en la inteligencia, el sigilo y la corrupción para mantener su negocio. Pero con la guerra contra las drogas declarada por Estados Unidos, su estrategia se volvió insuficiente. Terminó extraditado y condenado a 30 años de prisión, donde reflexionó sobre su historia y escribió sus memorias.
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En su libro, no se muestra como una víctima, pero tampoco como un arrepentido. Simplemente admite que tomó un camino sin retorno, que lo llevó del hambre a la opulencia, y finalmente, a una celda. Su mayor temor no era la cárcel ni la muerte, sino regresar a la pobreza de su infancia, ese fantasma que nunca dejó de perseguirlo.