Por Rubén Darío Valencia
Muchos hemos seguido con vivo interés los pormenores del juicio contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez por presunta manipulación de testigos, soborno y fraude procesal, a través del cual ha quedado al descubierto un mundo que, sinceramente, no conocíamos. Lleno de hombres y mujeres con luces y sombras, funcionarios públicos, mensajeros, peritos, políticos, abogados, fiscales, magistrados, jueces y asesinos unidos por una trama conspirativa que seguro dará para una película taquillera.
Y no han sido pocas las sorpresas. Quienes no somos abogados y no podemos comprender mucho ni el lenguaje ni la técnica jurídica, hemos visto cómo los testimonios de los declarantes, incluidos los de la Fiscalía, parecen derrumbar la teoría central del caso: Que el señor Uribe le pidió al señor Guillermo Monsalve, testigo estrella de la Fiscalía y sobre cuyo testimonio gira todo el proceso, que cambiara para su beneficio una vieja declaración contra él.
De los más de 60 testigos que han pasado por el estrado, los testimonios parecen develar una trama mal elaborada (pachuca, dirían en mi barrio) en contra del expresidente, quien ha asistido estoico a las prolongadas sesiones. Incluso los testimonios de la acusación niegan la sustancia de los delitos imputados.
Ya en la etapa de los alegatos finales, en su turno, el Ministerio Público hizo un pronunciamiento que explica todo este estado de cosas, y que va más allá del nombre del expresidente y toca las fibras más delicadas del sistema judicial colombiano: la forma como se construyen —o improvisan— las acusaciones penales en el país.
El Ministerio, representado por el reconocido jurista Bladimir Cuadros, advirtió, para pedir la declaración de inocencia del acusado, que la Fiscalía presentó una acusación con serias fallas. Los hechos narrados, arguyó, no estaban en coherencia con los delitos imputados, como si se hubiera querido encajar a la fuerza un relato en un tipo penal que no le correspondía. Como si se hablara de un partido de fútbol cuando en realidad lo que pasó fue un concurso de natación. Esa falta de armonía entre la historia fáctica y la calificación jurídica no es un asunto menor. Es la columna vertebral del juicio. Si no hay claridad sobre qué ocurrió y por qué eso es delito, el juicio entero se tambalea.
Y aunque esa desconexión no anuló formalmente el proceso —no se violaron garantías procesales en sentido estricto—, sí desvió el curso de la prueba, que terminó perdiendo el norte. La Fiscalía no supo qué probar, ni cómo, ni para qué. Y eso es grave. Gravísimo. Porque una acusación confusa no solo debilita la justicia: la vuelve injusta.
Esa fue la primera grieta que descubrió el delegado de la Procuraduría. Pero vino otra más profunda: la incapacidad de distinguir entre el error político y el crimen penal. El Ministerio Público fue enfático en que la acusación no diferenció adecuadamente las pruebas que podrían apuntar a una intención dolosa —es decir, a delinquir con conciencia— de aquellas que solo mostraban una actuación política desafortunada o equivocada (creer que habría un pacto de buena fe para conocer la verdad desde la cárcel), pero no necesariamente delictiva.
Y aquí es donde la justicia pierde su centro. Porque si no se traza con rigor la línea que separa lo políticamente reprochable de lo jurídicamente condenable, se abre la puerta a que la justicia penal se convierta en una herramienta de combate ideológico, y no en un mecanismo imparcial para resolver delitos.
Según el doctor Bladimir Cuadros, la Fiscalía, en este caso, no solo fue endeble en su acusación. También fue incapaz de determinar claramente la acción antijurídica, de construir una historia lógica y articulada, y de fundamentar con precisión qué delito estaba en juego. El resultado fue una narrativa débil e inconexa, sostenida más por el contexto mediático que por una estructura probatoria seria.
Este caso, más allá de Uribe, retrata el riesgo creciente de la judicialización de la política en Colombia. Cuando las acusaciones penales se usan para resolver enemistades ideológicas, cuando se celebra un juicio más por el personaje que por las pruebas, cuando la justicia se convierte en espectáculo, todos perdemos. La democracia se envenena. Y la toga deja de ser símbolo de imparcialidad para convertirse en disfraz de revancha y en un acto de circo.
No todo lo torpe es delito. No todo lo político es criminal. Y no toda acusación mal armada debe terminar en juicio, por más apellidos ruidosos que lleve el expediente. Si queremos que el derecho siga siendo un lenguaje de justicia y no de venganza, necesitamos fiscales que argumenten, jueces que fallen con los códigos en la mano y ciudadanos que entiendan que la ley no es un arma para tumbar enemigos. Y que la verdad debe ser el presupuesto máximo de la justicia, así esta nos guste o no.